domingo, 2 de agosto de 2009

Derrochador de encanto


Derrochador de encanto, ¿por qué gastas
en ti mismo tu herencia de hermosura?
Naturaleza presta y no regala,
y, generosa, presta al generoso.

Luego, bello egoísta, ¿por qué abusas
de lo que se te dio para que dieras?
Avaro sin provecho, ¿por qué empleas
suma tan grande, si vivir no logras?

Al comerciar así sólo contigo,
defraudas de ti mismo a lo más dulce.
Cuando te llamen a partir, ¿qué saldo

podrás dejar que sea tolerable?
Tu belleza sin uso irá a la tumba;
usada, hubiera sido tu albacea.

William Shakespeare

Ed Freeman












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Ed Freeman nació y se crió en Boston, hijo de profesores universitarios, se especializó en francés y ruso en el Oberlin College. Pasó los primeros veinte años de su vida profesional como músico, primero enseñando y, a continuación, como artista, escribiendo y produciendo. Lo más destacado de su carrera musical incluye los arreglos del primer album de Carly Simons, trabajando como road manager del último tour de The Beatles y produciendo el tema “American Pie” de Don McLean. En 1989 crea su propio estudio en Los Ángeles y comienza una gradual transición para trabajar a tiempo completo como fotógrafo. Tiene una amplia colección de paisajes y de imágenes de sus viajes por más de cincuenta países. Su amplio trabajo comercial (retrato, arquitectura, still life, gente) ha sido exhibido en decenas de portadas de revistas, editoriales, carteles, anuncios y libros. Su experiencia con Photoshop ha sido objeto de decenas de artículos y se han utilizado en sus dos libros, “Desert Realty” y “Work.”

Alejandro Dumas (El Conde de Montecristo)

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No se exagera afirmando que Alexandre Dumas (1802-1870) es el novelista más traducido y leído del mundo, su imaginación, la amenidad que supo dar a sus relatos, la gracia teatral de sus personajes, merecen la inmensa fama que ha conseguido. Inolvidable crónica de una prodigiosa venganza, El conde de Montecristo (1844) es la única novela que Dumas desarrolla dentro de su propia época y que, debido a su gran éxito, se prolongó en el teatro con el drama extraído de la obra por el autor mismo: Montecristo (1848).


El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a lavista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en talescasos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió abordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre,se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia ala llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de losastilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido poralguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendien-do las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penososmovimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros quéaccidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, dehaber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con muchalentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que sedisponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven defisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque yrepetía las órdenes del piloto.Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecíamás inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a unbote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y seapoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, deelevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda supersona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligrosdesde su infancia.-¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó el del bote- ¿Qué significan esascaras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?-Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel -respondió Edmundo-.......

Alejandro Dumas..... El Conde de Montecristo

Toro Sentado, líder de los indios Sioux



El 20 de julio de 1881, cinco años después de la desaparición del General George A. Custer en la Batalla de Little Bighorn, el líder de los Hunkpapa Teton Sioux, Toro Sentado, depuso sus armas ante el ejército de los Estados Unidos, a cambio de la promesa de amnistía para él y sus seguidores. Toro Sentado fue el caudillo más importante en el alzamiento de 1876 llevado a cabo por los indios Sioux, en el cual perdieron la vida Custer y 264 de sus hombres en Little Bighorn. Acosado por el ejército estadounidense tras la victoria india, escapó a Canadá junto sus tropas.

Nacido en el Valle del Río Grande, hoy en día Dakota del Sur, Sitting Bull ganó tempranamente el reconocimiento de su tribu Sioux por sus cualidades de guerrero y gran visión. En 1864, peleó contra las fuerzas armadas de Estados Unidos bajo el mando del General Alfred Sully en Killdeer Mountain, y desde entonces se comprometió en el liderazgo de la resistencia Sioux contra el avance blanco. Pronto contó con un nutrido grupo de seguidores, no sólo de su tribu, sino también los Cheyennes y Arapahos. En 1867 fue nombrado Jefe General de la Nación Sioux en su totalidad.


En 1873, en lo que sería un preludio de la Batalla de Little Bighorn tres años después, una coalición militar India bajo el mando de Toro Sentado mantuvo una breve escaramuza con el Teniente Coronel George Armstrong Custer. En 1876, Toro Sentado no era aún un líder estratega en su victoria de Little Bighorn, pero su legendaria espiritualidad inspiró a Caballo Loco y los restantes líderes militares. Posteriormente huyó a Canadá, pero en 1881, con su gente víctima de una cruenta hambruna, regresó a los Estados Unidos para presentar su rendición.


Fue encarcelado como prisionero de guerra en el Fuerte Randall de Dakota del Sur durante dos años, y luego se le permitió asentarse en la Reservación de Standing Rock, situada entre los territorios de Dakota del Norte y del Sur.

En 1885, acompañó durante una temporada al famoso “Show del Salvaje Oeste de Buffalo Bill Cody“, para luego regresar a Standing Rock.
En 1889, las proclamas espirituales de Toro Sentado influyeron en el “Danza Fantasma”, un movimiento religioso indio que afirmaba que los blancos desaparecerían y los indios y búfalos regresarían.

Su apoyo al movimiento “Danza Fantasma” le acarreó problemas con los oficiales gubernamentales, y el 15 de diciembre de 1890 la policía india irrumpió en la casa de Toro Sentado, ubicada en el Río Grande de la región Dakota del Sur, e intentó apresarlo. Son muy confusos los informes de qué ocurrió luego. Según algunos rumores, los guerreros de Toro Sentado dispararon sobre el oficial que dirigía la partida, quien inmediatamente volteó y abatió a enigmático líder.

Según otra versión, el policía tenía instrucciones del Alcalde James McLaughlin, director de la reservación Sioux Standing Rock, de ultimar al jefe indio ante el menor intento de resistencia. Sea cual fuera la verdad, Toro Sentado fue gravemente herido, y murió pocas horas después. La policía india enterró su cuerpo velozmente en el Fuerte Yates, situado en la Rerservación Standing Rock. En 1953, su cuerpo fue trasladado a Mobridge, Dakota del Sur, donde se encuentra sepultado bajo una placa de granito.

Creación de la Luna, el Sol y la eguzkilorea


Cuenta un viejo mito vasco que…

Hace mucho tiempo, cuando el ser humano era aún joven, no existían el Sol ni la Luna, por lo que los hombres vivían rodeados de una oscuridad perpetua, y los genios malignos, que campaban a sus anchas, se divertían atemorizándolos. La roja mirada del Basojaun brillaba entonces en el linde del bosque, el salvaje batir de alas de la Leheren-suguia estremecía el aire y los siniestros cánticos de las sorguiñas cortaban el silencio nocturno. Mientras, desde las entradas de sus cuevas, hombres y mujeres observaban y escuchaban temblorosos.

Finalmente, decidieron dirigirse a Amalur, la Madre Tierra, para pedirle que les ayudase a terminar con aquel angustioso tormento. Tras oír sus ruegos, Amalur accedió:

―Crearé un ser brillante que flotará en el cielo proporcionándoos luz ―les dijo―, y así los genios malignos se asustarán y permanecerán escondidos sin haceros daño.

Y Amalur creó la Luna.


Cuando su tenue luz blanca iluminó la tierra por primera vez, los hombres se estremecieron, aunque no tardaron en acostumbrarse a ella y en abandonar sus cuevas. Fue una época de celebración, pues los genios malignos se habían retirado al interior de la tierra. Pero no duró mucho: estos terminaron por acostumbrarse también a la luz de la Luna, regresaron a la superficie y volvieron a acosar a los humanos con igual saña que antes.

Los hombres pidieron otra vez ayuda a la Madre Tierra, quien viendo que la luz de la Luna no había bastado para disuadir a los espíritus malignos, creó el Sol.

El Sol fue recibido con alegría por parte de los humanos, pues les parecía que ante su potente luz las tinieblas huían definitivamente. Sin embargo, algunos de los genios malignos ―no todos― se acostumbraron a ella, al igual que habían hecho con la luz suave de la Luna, y continuaron molestándolos.

Por tercera vez los hombres, desesperados, acudieron a la Madre Tierra para que los librase del pertinaz acoso de los genios malignos. Ahora Amalur creó para ellos la flor del sol, la eguzkilorea, ante cuya presencia todos entes malignos han de retroceder.

Desde entonces, los humanos cuentan con este poderoso amuleto para protegerse, y lo colocan en las puertas de sus casas, para ahuyentar a las criaturas malvadas que pueblan la noche o se aventuran en la claridad del día.

miércoles, 29 de julio de 2009

La mujer en la Antigua Grecia


Relegadas a estar en casa y las labores del telar, las mujeres griegas contaban con pocos derechos en otras áreas de la vida social. Durante la mayor parte de la historia antigua griega, el papel de la mujer se relegaba exclusivamente a la casa. Las mujeres, como grupo social, no tenían voz ni voto, ni en lo político, ni en lo militar ni en lo civil.

Los historiadores citan el aumento de mujeres gobernantes, o que ejercieron el poder en algún momento excepcional, durante y después del periodo macedonio. Sin embargo, conclusión general que sacamos de esta época es que las mujeres eran consideradas débiles para la vida social.

Desde el comienzo de la civilización griega, las mujeres estaban bajo la autoridad patriarcal de los hombres. Así pasaban de la autoridad de su padre a la autoridad de su marido. No fue sino hasta la reforma de Solón cuando las mujeres pudieron tener derecho a heredar la propiedad de su padre, siempre y cuando no hubieran tenido algún hermano masculino.


Debido a que las mujeres eran consideradas como algo débil, tenían que ser protegidas. Su única condición era la de esposa y madre, encargadas de la educación y crianza temprana de sus hijos. Las mujeres sólo mantenían la vida en casa, ya que incluso el papel de la mujer en la concepción era limitado. Se consideraba que el hombre era el que ponía en la mujer el alma del futuro hijo.

Al igual que en otras sociedades antiguas, las mujeres encontraban una válvula de escape en la religión. En Grecia las mujeres sacerdotisas se encargaban del cuidado de los templos. Lo mismo podría decirse mucho más tarde en Roma, donde la situación de la mujer sólo era un poco mejor. En Roma sólo ostentaban poder las sacerdotisas vestales. Los festivales también significaban un respiro para las mujeres griegas, en particular la Tesmophoria de Atenas, en la que los hombres no podían participar.

En la mitología, el papel de la mujer era un tanto ambiguo. Si por un lado se encontraba la figura divina y sobrehumana de la diosa Atenea, por otro se representaba a la mujer como la inspiradora del dolor y el mal, con la imagen de Pandora, cuya locura equivocada introdujo el mal en el mundo. El propio Aristóteles llegó a decir en una ocasión que “… la hembra es un macho deforme”…

lunes, 27 de julio de 2009

Cartas eróticas de James Joyce


Algo que me llamó mucho la atención fue toparme con la correspondencia entre James Joyce y su mujer Nora Barnacle. El intenso erotismo que tales cartas destilan tocan en muchos puntos el límite entre lo insinuado y lo explícito. Y por momentos, toca el límite entre lo explícito y lo demasiado, excesívamente explícito.

El erotismo y la sensualidad de los escritores es el punto en donde mejor se los descubre, y particularmente en éste tipo de correspondencia, donde la mutua necesidad parece obligarnos a la cercanía, dándonos a probar lo más “sucio” (como bien Joyce dice en una de sus cartas) de aquellos cuyo nombre ha quedado enaltecido por su “limpieza”.

Aquí comparto con ustedes algunas de las cartas:

22 Noviembre 1909
44 Fontenoy Street, Dublín.

Queridísima: tu telegrama se encontraba en su corazón aquella noche. Cuando te escribí aquellas últimas cartas, era presa de absoluta desesperación. Pensaba que había perdido tu amor y tu estima… como bien merecía. Tu carta de esta mañana es muy cariñosa, pero estoy esperando la carta que probablemente escribirías después de enviar el telegrama.
Todavía no me atrevo, querida, a mostrarme familiar contigo, hasta que no vuelvas a darme permiso. Tengo la sensación de que no debo hacerlo, a pesar de que tu carta está escrita en tu antiguo tono familiar y pícaro. Me refiero a cuando hablas de lo que harás, si te desobedesco con respecto a cierta cuestión.
Voy a aventurarme a decir sólo una cosa. Dices que quieres que mi hermana te lleve ropa interior. No, querida, por favor. No me gusta que nadie, ni siquiera una mujer o una niña, vea cosas que te pertenecen. Me gustaría que fueras más cuidadosa y no dejases ciertas ropas tuyas por ahí, quiero decir cuando acaban de llegar de la lavandería. Oh, me gustaría que mantuvieras todas esas cosas ocultas, ocultas, ocultas. Me gustaría que tuvieses gran cantidad de ropa interior de todas clases, de todo tipo de colores delicados, guardada, planchada y perfumada.
¡Qué terrible es estar lejos de ti! ¿Has aceptado de nuevo en tu corazón a tu pobre amante? Voy a estar impaciente por tu carta y, sin embargo, te agradezco tu cariñoso telegrama.
No me pidas que te escriba una carta larga ahora, queridísima. Lo que he escrito me ha entristecido un poco. Estoy cansado de enviarte palabras. Nuestros labios pegados, nuestros brazos entrelazados, nuestros ojos desfalleciendo en el triste gozo de la posesión me complacerían más.
Perdoname queridísima. Tenía intención de mostrarme más reservado. Y, sin embargo, debo añorarte y añorarte y añorarte.

JIM/
44 Fontenoy Street, Dublín.

Querida mía, quizás debo comenzar pidiéndote perdón por la increíble carta que te escribí anoche. Mientras la escribía tu carta reposaba junto a mí, y mis ojos estaban fijos, como aún ahora lo están, en cierta palabra escrita en ella. Hay algo de obsceno y lascivo en el aspecto mismo de las cartas. También su sonido es como el acto mismo, breve, brutal, irresistible y diabólico.
Querida, no te ofendas por lo que escribo. Me agradeces el hermoso nombre que te di. ¡Sí, querida, “mi hermosa flor silvestre de los setos” es un lindo nombre¡ ¡Mi flor azul oscuro, empapada por la lluvia¡ Como ves, tengo todavía algo de poeta. También te regalare un hermoso libro: es el regalo del poeta para la mujer que ama. Pero, a su lado y dentro de este amor espiritual que siento por ti, hay también una bestia salvaje que explora cada parte secreta y vergonzosa de él, cada uno de sus actos y olores. Mi amor por ti me permite rogar al espíritu de la belleza eterna y a la ternura que se refleja en tus ojos o derribarte debajo de mí, sobre tus suaves senos, y tomarte por atrás, como un cerdo que monta una puerca, glorificado en la sincera peste que asciende de tu trasero, glorificado en la descubierta vergüenza de tu vestido vuelto hacia arriba y en tus bragas blancas de muchacha y en la confusión de tus mejillas sonrosadas y tu cabello revuelto.
Esto me permite estallar en lagrimas de piedad y amor por ti a causa del sonido de algún acorde o cadencia musical o acostarme con la cabeza en los pies, rabo con rabo, sintiendo tus dedos acariciar y cosquillear mis testículos o sentirte frotar tu trasero contra mí y tus labios ardientes chupar mi polla mientras mi cabeza se abre paso entre tus rollizos muslos y mis manos atraen la acojinada curva de tus nalgas y mi lengua lame vorazmente tu sexo rojo y espeso. He pensado en ti casi hasta el desfallecimiento al oír mi voz cantando o murmurando para tu alma la tristeza, la pasión y el misterio de la vida y al mismo tiempo he pensado en ti haciéndome gestos sucios con los labios y con la lengua, provocándome con ruidos y caricias obscenas y haciendo delante de mí el más sucio y vergonzoso acto del cuerpo. ¿Te acuerdas del día en que te alzaste la ropa y me dejaste acostarme debajo de ti para ver cómo lo hacías? Después quedaste avergonzada hasta para mirarme a los ojos.
¡Eres mía, querida, eres mía¡ Te amo. Todo lo que escribí arriba es un solo momento o dos de brutal locura. La última gota de semen ha sido inyectada con dificultad en tu sexo antes que todo termine y mi verdadero amor hacia ti, el amor de mis versos, el amor de mis ojos, por tus extrañamente tentadores ojos llega soplando sobre mi alma como un viento de aromas. Mi verga esta todavía tiesa, caliente y estremecida tras la última, brutal envestida que te ha dado cuando se oye levantarse un himno tenue, de piadoso y tierno culto en tu honor, desde los oscuros claustros de mi corazón.
Nora, mi fiel querida, mi pícara colegiala de ojos dulces, sé mí puta, mí amante, todo lo que quieras (¡mí pequeña pajera amante! ¡mí putita pichadora!) eres siempre mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor azul oscuro empapada por la lluvia.

JIM/


3 de diciembre de 1909
44 Fontenoy Street, Dublín.

Mi querida niñita de las monjas: hay algún estrella muy cerca de la tierra, pues sigo presa de un ataque de deseo febril y animal. Hoy a menudo me detenía bruscamente en la calle con una exclamación, siempre que pensaba en las cartas que te escribí anoche y antenoche. Deben haber parecido horribles a la fría luz del día. Tal vez te haya desagradado su grosería. Sé que eres una persona mucho más fina que tu extraño amante y, aunque fuiste tu misma, tu, niñita calentona, la que escribió primero para decirme que estabas impaciente porque te culiara, aún así supongo que la salvaje suciedad y obscenidad de mi respuesta ha superado todos los límites del recato. Cuando he recibido tu carta urgente esta mañana y he visto lo cariñosa que eres con tu despreciable Jim, me he sentido avergonzado de lo que escribí. Sin embargo, ahora la noche, la secreta y pecaminosa noche, ha caído de nuevo sobre el mundo y vuelvo a estar solo escribiéndote y tu carta vuelve a estar plegada delante de mí sobre la mesa. No me pidas que me vaya a la cama, querida. Déjame escribirte, querida.
Como sabes queridísima, nunca uso palabras obscenas al hablar. Nunca me has oído, ¿verdad?, pronunciar una palabra impropia delante otras personas. Cuando los hombres de aquí cuentan delante de mí historias sucias o lascivas, apenas sonrío. Y, sin embargo, tu sabes convertirme en una bestia. Fuiste tu misma, tu, quien me deslizaste la mano dentro de los pantalones y me apartaste suavemente la camisa y me tocaste la pinga con tus largos y cosquilleantes dedos y poco a poco la cogiste entera, gorda y tiesa como estaba, con la mano y me hiciste una paja despacio hasta que me vine entre tus dedos, sin dejar de inclinarte sobre mí, ni de mirarme con tus ojos tranquilos y de santa. También fueron tus labios los primeros que pronunciaron una palabra obscena. Recuerdo muy bien aquella noche en la cama en Pola. Cansada de yacer debajo de un hombre, una noche te rasgaste el camisón con violencia y te subiste encima para cabalgarme desnuda. Te metiste la pinga en el coño y empezaste a cabalgarme para arriba y para abajo. Tal vez yo no estuviera suficientemente arrecho, pues recuerdo que te inclinaste hacia mi cara y murmuraste con ternura: “¡Fuck me, darling!”
Nora querida, me moría todo el día por hacerte uno o dos preguntas. Permítemelo, querida, pues yo te he contado todo lo que he hecho en mi vida; así, que puedo preguntarte, a mi vez. No sé si las contestarás. Cuándo esa persona cuyo corazón deseo vehementemente detener con el tiro de un revólver te metió la mano o las manos bajo las faldas, ¿se limitó a hacerte cosquillas por fuera o te metió el dedo o los dedos? Si lo hizo, ¿subieron lo suficiente como para tocar ese gallito que tienes en el extremo del coño? ¿Te tocó por detrás? ¿Estuvo haciéndote cosquillas mucho tiempo y te viniste? ¿Te pidió que lo tocaras y lo hiciste? Sino lo tocaste, ¿se vino sobre ti y lo sentiste?
Otras pregunta, Nora. Sé que fui el primer hombre que te folló, pero, ¿te masturbó un hombre alguna vez? ¿Lo hizo alguna vez aquel muchacho que te gustaba? Dímelo ahora, Nora, responde a la verdad con la verdad y a la sinceridad con la sinceridad. Cuando estabas con él de noche en la oscuridad de noche, ¿no desabrocharon nunca, nunca, tus dedos sus pantalones ni se deslizaron dentro como ratones? ¿Le hiciste una paja alguna vez, querida, dime la verdad, a él o a cualquier otro? ¿No sentiste nunca, nunca, nunca la pinga de un hombre o de un muchacho en tus dedos hasta que me desabrochaste el pantalón a mí? Si no estás ofendida, no temas decirme la verdad. Querida, querida esta noche tengo un deseo tan salvaje de tu cuerpo que, si estuvieras aquí a mi lado y aún cuando me dijeras con tus propios labios que la mitad de los patanes pelirrojos de la región de Galway te echaron un polvo antes que yo, aún así correría hasta ti muerto de deseo.
Dios Todopoderoso, ¿qué clase de lenguaje es este que estoy escribiendo a mi orgullosa reina de ojos azules? ¿Se negará a contestar a mis groseras e insultantes preguntas? Sé que me arriesgo mucho al escribir así, pero, si me ama, sentirá que estoy loco de deseo y que debo contarle todo.
Cielo, contéstame. Aun cundo me entere de que tu también habías pecado, tal vez me sentiría todavía más unido a ti. De todos modos, te amo. Te he escrito y dicho cosas que mi orgullo nunca me permitiría decir de nuevo a ninguna mujer.
Mi querida Nora, estoy jadeando de ansia por recibir tus respuestas a estas sucias cartas mías. Te escribo a las claras, porque ahora siento que puedo cumplir mi palabra contigo. No te enfades, querida, querida, Nora, mi florecilla silvestre de los setos. Amo tu cuerpo, lo añora, sueño con él.
Háblenme queridos labios que he besado con lágrimas. Si estas porquerías que he escrito te ofenden, hazme recuperar el juicio otra vez con un latigazo, como has hecho antes. ¡Qué Dios me ayude!
Te amo Nora, y parece que también esto es parte de mi amor. ¡Perdóname! ¡Perdóname!

JIM/